«La familia, escuela y camino de santidad» es el lema de la Jornada de la Sagrada Familia 2019 que se celebra el domingo 29 de diciembre.
Los Obispos de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida, dentro de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar, firman un nota en la que recuerdan que «la vida familiar cotidiana y concreta, con su increíble riqueza y variedad, ha de ser el contenido real de esa santidad a la que estamos llamados. No podemos esperar un camino de santidad al margen de las exigencias y responsabilidades cotidianas de la vida familiar práctica, mezclada además con el complicado entramado de obligaciones, intereses y condicionantes que nos vienen del mundo profesional, económico, cultural y educativo. En ese camino concreto hemos de embarcarnos. Se habrá de ir llenando de acogida, de esfuerzo y entrega, de donación generosa, de trabajo y servicio generoso para poder así recorrer el camino de las Bienaventuranzas».
El mensaje de los obispos dice así:
"Queridos hermanos y hermanas:
La carta del apóstol san Pablo que se proclama en la liturgia del día de la Sagrada Familia nos recuerda: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3, 12-14). El horizonte del matrimonio y de la familia es la totalidad del amor de Cristo, y por eso se puede decir que el matrimonio y la familia están llamados en Cristo a la santidad. El rico magisterio familiar se ha referido en muchas ocasiones a esta cuestión. El papa Francisco ha querido volver a presentar este horizonte de la santidad como meta de nuestras vidas en su exhortación Gaudete et exsultate (GE). En ella recuerda, con fuerza y entusiasmo, en la misma estela de la llamada a la misión de su primera encíclica Evangelii gaudium, que todos estamos llamados a la santidad y que esta santidad es, en verdad, el nombre de nuestra misión (GE, n. 19; cf. Amoris laetitia, n. 121).
La misión de la familia es, pues, una misión de santidad y una llamada a amarnos en la radicalidad y totalidad del amor de Cristo a su Iglesia. Aunque Gaudete et exsultate no se refiere específicamente a la familia, está repleta de referencias y ejemplos familiares que nos hablan de la santidad de la familia: nuestra propia madre o abuela se encontrarían entre esa «ingente nube de testigos» (Heb 12, 1) que, «en medio de imperfecciones y caídas, siguieron adelante y agradaron al Señor» (GE, n. 3). Asimismo, los «padres que crían con tanto amor a los hijos» (GE, n. 7) o los que trabajan para llevar el pan a sus casas son muestras de esa «santidad del Pueblo de Dios paciente» (ibíd.). Tantas familias pueden ser esos «santos de la puerta de al lado» con los que nos cruzamos habitualmente en nuestra vida cotidiana. También se refiere el papa a los «muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación de su cónyuge» (GE, n. 141; cf. también GE, n. 14). Por fin, cuando Francisco se refiere a la condición comunitaria de la santidad en esa maravillosa descripción de las notas de la santidad en el mundo actual (cf. todo el capítulo IV de Gaudete et exsultate), propone el modelo de la «comunidad santa que formaron Jesús, María y José», de la que dice que reflejó «de manera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria» (GE, n. 143).
La familia está, pues, llamada a esa perfección de la comunión de amor que se vive en la Trinidad, en un camino progresivo que conduce el amor conyugal a las cimas más altas de la caridad.
El camino de la santidad matrimonial se expresó de modo magistral en la exhortación postsinodal Amoris laetitia. En ella se propone una via caritatis que discurre por el camino de las virtudes recogido en el himno a la caridad de san Pablo en su primera carta a los Corintios (el amor es paciente, servicial, no envidioso, humilde, amable, desprendido… [cf. AL, nn. 89ss]), hasta «dar paso a la caridad conyugal» (AL, n. 120), el amor santificado por la gracia del sacramento que nos hace capaces de amar como Cristo nos amó, alcanzando la plenitud a la que está ordenado interiormente el amor conyugal (ibíd.).
Efectivamente, el camino de la santidad ha de ser un camino propio, único y diferente para cada uno (GE, n. 11), que cada cual ha de discernir particularmente (GE, n. 166), y que se debe contemplar en unidad y con visión de conjunto, para hacer justicia a la singularidad de sus momentos, algunos tan inciertos y complejos (GE, n. 22). Este camino tiene etapas y exigencias diversas, y habrá de acoger con esperanza y espíritu de combate todas las posibles situaciones y vicisitudes que pueden darse en el itinerario de nuestra vida.
Este realismo y concreción de la santidad es muy apropiado para la consideración de la santidad en la familia. La vida familiar cotidiana y concreta, con su increíble riqueza y variedad, ha de ser el contenido real de esa santidad a la que estamos llamados. No podemos esperar un camino de santidad al margen de las exigencias y responsabilidades cotidianas de la vida familiar práctica, mezclada además con el complicado entramado de obligaciones, intereses y condicionantes que nos vienen del mundo profesional, económico, cultural y educativo. En ese camino concreto hemos de embarcarnos. Se habrá de ir llenando de acogida, de esfuerzo y entrega, de donación generosa, de trabajo y servicio generoso para poder así recorrer el camino de las Bienaventuranzas. Y para ello debemos saber en qué tipo de riqueza está puesta la seguridad de nuestra familia, y revisar en qué medida buscamos una vivencia verdadera, en comunión espiritual y de vida con los más pobres (también con las familias más pobres). Debemos pedir y practicar en lo posible la mansedumbre y humildad en el trato cotidiano y en toda circunstancia. Debemos comprometernos, de alguna manera, como familia, con aquellos que lloran y esperan nuestra solidaridad y acogida caritativa familiar. Debemos crecer en justicia y, sobre todo, en misericordia, virtud central que, en la familia, se traduce en búsqueda de comprensión, en atención generosa, en perdón permanente y en consideración amorosa de todos. Debemos mantener encendido el corazón en el fuego del amor verdadero, buscando la verdad y la purificación de nuestras relaciones, para no permitir que penetre entre nosotros nada que debilite o ponga en situación de riesgo nuestros hogares (cf. GE, n. 83). La consideración, respeto y acogida del diferente, la comprensión de las situaciones, la aceptación del sufrimiento son rasgos de la familia que vive la Bienaventuranza de la paz y que «acepta cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas» (GE, n. 94). ¡Cuánto podemos ganar de la contemplación y la oración en nuestras familias acerca de este itinerario de santidad familiar que son las Bienaventuranzas!
El influjo de la santidad del matrimonio es un auténtico faro para muchas familias (cf. AL, n. 291), se extiende sobre muchas personas y de este modo se convierte en una ciudad encendida en lo alto del monte que no se puede ocultar y que ilumina el mundo con su luz (Mt 5, 14).
Contemplamos hoy la luz y el calor que brotan del Hogar de Nazaret. Jesús, María y José, en vosotros contemplamos el esplendor del verdadero amor, a vosotros, confiados, nos dirigimos. Santa Familia de Nazaret, haz también de nuestras familias lugar de comunión y cenáculo de oración, auténticas escuelas del Evangelio y pequeñas Iglesias domésticas. Jesús, María y José, cuidad de nuestras familias.
Con gran afecto."
No hay comentarios:
Publicar un comentario